jueves

ART & CUENTO CORTO


La culpa

Selavy

Comprendo la voz de otra persona girando el cuello hacia arriba, con mi bastón inclinado en la dirección de aquel que me dice el día que hace. Sé que el sol me da en la frente. Los ciegos notamos el sol con mejor grado que las conversaciones. Se lo digo a mi vecino del quinto, ya en la calle, que lo considera peyorativo, pero asiste con amabilidad siempre. Jamás le he tocado la cara. Eso es cosa de gente imbécil. Algunas personas no invidentes observan este gesto con agrado, pero es de culminar desagradable. No me gusta tocar caras. En los hospitales la gente toca las caras con guantes, me han dicho ¿Pueden creer que desde que conservo recuerdos jamás he curioseado de la propia más que una verruga cercana a la ceja? La comprendo, no puede ver, la pobre, y quiere darse la vuelta por cotejar si logra lo que yo no, que será cuando, despegada, caiga muerta. Si la verruga está bien, yo más o menos, diría, que también. Pensar con los dedazos da mucho de sí, y con la verruga también. Tuve un perro que, decían los que me lo dieron, sería mis ojos.
Me hizo gracia y les expliqué lo desdichado que era aquello en lo que se convertiría, pero lo acogí y lo llamé Ben. Ben me sacaba a pasear, cruzábamos calles, me hacía gracia pensar en lo probable de “perderlo de vista”, como dice la poli de los maleantes o las niñeras que sacan a los monos por el parque de mi barrio. Son esas cosas a las que uno tiende mientras oye los semáforos, huele las tiendas, compra pan y salchichón... Ben siempre comía una parte que yo consideraba justa. Con el tiempo lo devolví a una familia que tenía una hija pequeña. Era muy bueno para ser sólo unos ojos. Aunque los invidentes solemos ser muy ancianos, a veces nos creemos que somos igual de jóvenes que las demás personas. Porque la edad es una cosa que se lleva en los ojos; se lo digo a la Loren que, al ser jovencilla, entiende de estas cosas. Ella me coge la mano. Sabe que es importante para mí y no la corrijo. Hoy me ha llevado al museo del Prado, dice que le hace gracia hacer esas cosas conmigo. Yo también río. Dice que nos van a detener un día, que en esos sitios son muy serios, pero que no puede evitarlo. Hemos visto, dice, unos Murillo. Otros días andamos y me cuenta cosas inventadas de lo que hace la gente. Yo se lo pongo en duda todo el rato, por jugar; que no, que aquel otro es el que vende mecheros. Jugamos al veo veo de camino a casa. ¿Qué ves? Y siempre ve un chaval de dieciséis que, pobre, nació ciego. En eso nos parecemos, le digo. Y me dice que lo sabe y me canta el bolero de los ojos negros que vende porque le han tratado mal. Podríamos ser unos novios, pero no. Cuando se despide, camino hasta la boca más cercana y, ya en el metro, a solas, oigo los nombres de las estaciones hasta que una se llama Marqués de Vadillo. Es derecha, izquierda, escaleras, derecha, escaleras, izquierda y calle, pero recibo ayudas gracias a la caridad que, ay, no es lo contrario de oscluridad. Perdónenme los chascarrillos, señores jueces; comprendan que soy lo bastante joven como para reprimirlos. Perdónenme también el hecho de que esta carta esté escrita en braille. Permítanme imaginar otro cieguito traduciéndosela, acusado quizás de idéntico delito, consistente en proclamar que se curó en Lourdes. Les diré, tan solamente, que la vista se me cayó para el dentro y que ahora veo con un estómago que sólo quiere comerse las instancias que de ustedes van llegando, para luego vomitarlas acá en forma de braille, cosa que, (segundo suspiro de la carta), sus redactores no practican.De pequeño me dijeron que dibujara una mariposa. Era para aprender a ver.